La leyenda del Urutaú
Versión adaptada sobre textos de : Arnaldo Valdovinos y Lino Trinidad Sanabria
Portal Guaraní
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Érase una vez, una bella india llamada Ñeambiú a quien el egoísmo paterno le impidiera realizar su sueño de amor.
¿Y todo por qué? Porque el hombre a quien ella amaba era un prisionero de guerra. Un prisionero caído en manos de un bravo e implacable cacique guaraní, padre de la joven. Ni lágrimas ni ruegos ni amenazas habían servido para torcer la voluntad definida y definitiva del cacique. ¡Y era apuesto el prisionero! Y, también, hombre de valor probado.
Era todo un Cuimbaé, un dueño de sí mismo, nombre y atributo que lo distinguían entre muchos varones de la tribu.
Cuando ya era inútil esperar ningún cambio de actitud en su padre, la bella india, presa de desesperación, se lanzó, una noche, a la selva. Consultado el Payé de la tribu, éste, con la clarividencia que otorga el brebaje de la yerba mate, informó al cacique apenado acerca del lugar en que se encontraba la hija.
Y allá fueron los emisarios con la misión de traerla de regreso al hogar abandonado. El encuentro fue muy triste.
Insensible y muda, la india, con cuyo escondite dieran los emisarios, apareció ante éstos como extasiada en la contemplación de una visión lejana.
Como única respuesta a los ruegos de quienes venían en su busca, la bella india les volvió la espalda y, de nuevo, se internó en la selva.
La explicación y la receta para semejante actitud no se hicieron esperar. Nuevamente fue requerida para tal efecto la intervención del Payé. No era otra cosa -a juicio de éste- que el dolor de amor lo que había insensibilizado y enmudecido a la desventurada doncella.
Sólo otro gran dolor sería capaz de reavivar sus adormecidos sentimientos. Y allá fueron nuevamente los emisarios, esta vez acompañados por el mismo adivino de la tribu.
El relato de ninguna imaginada tragedia familiar sirvió para despertar a la bella india aletargada. No la conmovió la noticia que le dieron de la supuesta muerte del padre y de la madre.
Ante la desesperación de sus requeridores, ella se quedó muda con sus hermosos ojos abiertos mirando fijamente a los hombres, sin decir una palabra.
Luego, clavó la vista hacia el horizonte y permaneció como petrificada, inmóvil.
Cuando ya todos eran presa de la desesperanza, el adivino se acercó a la india para decirle, al oído, el doloroso mensaje que operaría el milagro:
-¡Tu amado Cuimbaé ha muerto!...
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Y, entonces, ¡oh, prodigio del amor y del dolor! Aquel ser insensible y mudo vibró en un paroxismo desesperante exhalando desgarradores gemidos.
Esa noticia realmente la hizo reaccionar; le afectó profundamente y comenzó, siempre sin decir una sola palabra, a tiritar como si estuviera muerta de frío
Y ante el espanto mítico de los emisarios, el cuerpo tembloroso y dolorido de Ñeambiú se transformó de pronto en el ave que llaman Urutaú la que lanzando un gemido, alzó su vuelo y se perdió en la espesura de la selva para llorar eternamente su pena desde las ramas más viejas y deshojadas de los árboles.
Así "Urutaú", desde entonces, sigue viviendo solitaria, casi sin hacerse ver, lamentándose por la selva, en la noche, como clamando la presencia del lejano amor que no pudo lograr...
Esa noticia realmente la hizo reaccionar; le afectó profundamente y comenzó, siempre sin decir una sola palabra, a tiritar como si estuviera muerta de frío
Y ante el espanto mítico de los emisarios, el cuerpo tembloroso y dolorido de Ñeambiú se transformó de pronto en el ave que llaman Urutaú la que lanzando un gemido, alzó su vuelo y se perdió en la espesura de la selva para llorar eternamente su pena desde las ramas más viejas y deshojadas de los árboles.
Así "Urutaú", desde entonces, sigue viviendo solitaria, casi sin hacerse ver, lamentándose por la selva, en la noche, como clamando la presencia del lejano amor que no pudo lograr...