Herencia - Cuento
Por: Hugo Heber González
Las paredes de ladrillo estaban pintadas a mano con cal para evitar la expansión de insectos y a su lado habitaban algunos quebrachos y lapachos que refrescaban nuestro cuerpo en las horas de recreo durante las agobiantes tardes de verano en esa pequeña escuela.
Casi perdida en medio del monte, entre el calor, la tierra y los vinales se levantaba para recibir a todos los alumnos. Y cuando digo a todos, es a criollos, aborígenes y blancos.
Hasta ahí llegué a mis cinco años sin saber quién era. Pies descalzos, manos agrietadas, caras manchadas y cabellera inundadas de piojos eran el paisaje de mi bienvenida. Yo, con seis años, parado estoicamente, zapatos lustrados, pelo corto, perfume en la ropa y ningún amigo.
Doña Ester era la directora de la escuelita y tenía la costumbre de que antes de cada clase todos los alumnos del turno nos sentáramos en el pasillo para escuchar una enseñanza bíblica. Era pequeña, con no menos de sesenta años, ojos celestes, sonrisa de ángel y una joroba…tal vez de tanto agacharse a limpiarles los mocos a los chicos.
Allí conocí a Daniel. Alto, flaco, ágil y de pocas palabras. Tal vez para que nadie notara que sus dientes estaban dañados o algunos ya se le habían caído. O tal vez porque era toba.
Pero Daniel no tuvo mejor idea que enseñarme a usar la honda y la amistad nació rápidamente. Su hermana Miriam tenía sus mismas costumbres: la timidez, la mirada baja y un excesivo respeto hacia el blanco. Pero a ella le faltaba una mano.
Ya había nacido así, nunca la tuvo. Y para disimularlo, siempre las llevaba en el bolsillo. Creo que sus sentimientos también se los guardaba en el bolsillo.
A pesar de que pasaron dos años y muchas travesuras juntos, Daniel fue siempre incondicional. Nunca decía que no a mis ideas, jamás quiso resolver las diferencias a los golpes. Hablaba muy bien y nos entendíamos perfectamente, así que no comprendía porque cuando yo estaba “con los otros” él bajaba la mirada y evitaba el acercamiento.
Hasta que un día lo hice, era el momento de la oración y una paz silenciosamente cómoda reinaba en el pasillo de la escuela. Y en medio de ese silencio hice un chiste con epíteto racista sobre las manos de Miriam.
No sólo tiré por la borda todo el esfuerzo de mis padres y mis maestros por hacerme una buena persona sino que logré que mis amigos, esos que no eran aborígenes, rompieran la paz con enormes risotadas. Pero el orgullo me duró poco. Fue el peor día de mi vida, aunque lo había imaginado diferente.
Cuando levanté la cabeza y abrí los ojos lo primero que vi fueron los ojos color cielo de Doña Esther Martínez de Foyth, rojos de furia, llenos de ira y seguramente algo decepcionados. Luego, inevitablemente, su voz algo quebrada con unos forzados buenos modales me invitó a pasar a la dirección.
Cuando crucé por el lugar donde estaba sentado Daniel ni siquiera pude mirarlo a la cara. Así que fingí seguir los pasos de una hormiga diminuta que por allí cruzaba.
Entre otros castigos tuve que pedir perdón. Pero ellos no quisieron escucharme, sólo atinaron a abrazarme. Y fue el peor gesto de amor que recibí en toda mi vida porque nunca -a pesar de mi corta edad- me había sentido tan mala persona.
Los días pasaron, los meses trajeron un par de años más y además el traslado de mi viejo a la capital. Mi viejo era un policía muy querido y como todo buen hombre salió a despedirse de todos y a agradecer a cada uno de los de la zona la ayuda que le habían brindado.
Cuando me tocó despedirme de ellos no hubo palabras, sólo un último juego. Y juro que en el fondo hubiera querido que nunca terminara. La tarde que pasó el camión por el rancho de Daniel, tres pequeñas manos totalmente abiertas giraban de un lado al otro levantadas lo más alto posible como para que pudiera verlas.
Los dos hermanos gritaban mi nombre y nunca, de todas las palabras que escuché en mi vida, hubo una que estuviera cargada de tanto sentimiento. Yo repetía la escena desde la cabina sentado en la falda de mi madre.
Nunca más pude volver. El lugar se llama Laguna Yacaré. Creo que a Daniel y a su hermana podría encontrarlos…aunque no estoy seguro. Pero con Doña Ester nos encontraremos en otro lugar, cuando a mí me toque ir.
Seguro me debe estar esperando. Fueron ellos, en un solo momento, que me enseñaron el significado del amor, la lealtad, la tolerancia, el respeto y el perdón. Y sin saberlo me dieron una visión del mundo que marcó para siempre mi existencia.
Espero haberle correspondido en algo, porque lo que ellos me dejaron nunca podré pagarles. Eso se los debo.